Si me preguntan para qué sirve un intelectual, lo primero que intento es responder otra pregunta, que me parece casi obligada: ¿qué en es un intelectual? Pudiéramos usar cualquier modelo como base para una definición, pero todos adolecen de alguna mácula, levemente exagerada aquí: el Sócrates de intensas conversaciones trata de mejorar la ciudad dialogando con los mejores, que para la época y el lugar, son los ricos; el erudito helenista compila soberbias antologías y se desentiende del sentido de los textos, que a veces mejora, pero que probablemente no comprende; el “filósofo” de los salones franceses pre-revolucionarios lee sus obras para las clases acomodadas que pretende derrocar; el “intelectual comprometido” e indignado del siglo pasado, elige, con un cálculo exquisito, cual atrocidad ha de denunciar y cual designará como “un mal necesario” para el progreso de la humanidad.
Sospecho que en ese caso, la palabra “intelectual” solo serviría para arropar bajo un mismo concepto a un conjunto de personajes que, muy probablemente, no se reconocerían como “colegas” y que, pensando ya como padre –consideración espuria, quizás, en el contexto de la pregunta – no me atrevería a usar como ejemplo frente a mi hijo o a mis alumnos.
Me gusta más hablar de aquel “hombre de letras”, generalmente educado por tutores privados – es decir, un burgués ajeno al mundo universitario- que sobrevivió hasta hace unos años en seres anacrónicos (y tal vez, por eso mismo, geniales) como Jorge Luis Borges. Me gustan también, en el otro extremo del arco social e ideológico, los autodidactas extraordinarios como Aquiles Nazoa, que aprendían en las bibliotecas públicas un decir más lúcido y mejor labrado que el de muchos que han recibido ese entrenamiento formal que permite hablar de todo sin decir nada. Esos filósofos obligados por las circunstancias de su saber general (pero, a la vez, muy personal), ya solo existen como recuerdo, es decir, como nostalgia de lo perdido.
Parece que hoy llamáramos intelectual a cualquier profesional (un periodista, un abogado, un antropólogo), porque suponemos que “trabaja con el intelecto” (como si fuera posible algún trabajo que prescinda de las fuerzas espirituales del hombre). Las definiciones del diccionario son de poca ayuda y las elaboraciones de la sociología nos abruman: según Gramsci, por ejemplo (y escribimos esto conscientes de que somos injustos con este gran pensador), son intelectuales todos los funcionarios del aparato burocrático del estado, lo cual nos hace presumir una posible cercanía entre la secretaria de un ministro y un poeta, con todo respeto por la secretaria, dicho sea de paso.
Parece que tanto en la memoria de los tiempos idos como en el laberinto de las definiciones, el intelectual se nos presenta elusivo y se escapa de los contornos de una definición. ¿Cómo saber, entonces, para qué sirve ese ser que no sabemos definir muy bien? Pudiéramos preguntarnos si en un tiempo en el que, como dijo una vez Cornelius Castoriadis, “todo licenciado recién salido de la escuela cree que es Voltaire”, en un momento de la historia mundial y nacional, cuando una parte considerable de ese sector social que empuña la pluma, con las honrosas excepciones de siempre, se retiró de la contienda pública o se sometió a la miserable condición de repetidor de consignas ideadas por otros, en fin, si en estos tiempos de redefiniciones, la palabra “intelectual” tiene algún sentido concreto.
Estamos conscientes de que todo lo antes dicho parece una estratagema para no responder la pregunta original. No abusemos de la paciencia de Rafael Simón, quien nos ha honrado con la sola suposición de que tenemos algo que decir. Hagamos un esfuerzo y supongamos que todos sabemos qué cosa es un intelectual. ¿No pudiéramos sugerir que este debería crear su obra desde la óptica del ciudadano? Ese puede ser su mejor “compromiso”, si desea tener uno, o su más alta torre de marfil, si esa fuera su residencia favorita. La definición del intelectual como ciudadano no solo nos permitiría superar una aporía: casi nos autorizaría a imaginar una simetría, tal vez ilegítima, pero útil: aquélla que nos devolvería algo que no quiero nombrar, pero que siento que estamos perdiendo: que todo ciudadano es o puede ser un intelectual, porque, al fin y al cabo, pensar no es una “técnica” propiedad de nadie, sino una facultad humana, mejor o peor desarrollada en cada cual.
El intelectual serviría, entonces, para lo que servimos todos, que no es poca cosa.
Publicado inicialmente en Tiempo Universitario, periódico de la Universidad de Carabobo.