El Chapo, la policía, los periodistas y el cine

untouchables

Han atrapado otra vez al Chapo Guzmán: está en todos lo canales de televisión y en las redes sociales. La crónica de la captura que presenta hoy El País de España contiene todos los elementos de una mala película de acción. Parece que la fiscalía mexicana, que le sigue los pasos desde hace meses, encuentra una pista clave al enterarse de que el narcotraficante estaba contactando productores y actrices para hacer una película sobre su vida. La marina mexicana, única fuerza que aparentemente no ha sido «tocada» todavía por los narcos y que está a cargo de la represión de estos delincuentes, armada y asesorada por la DEA norteamericana, rodeó su residencia y cuando pensaban que lo tenían, este escapa nuevamente por los túneles subterráneos que lo conectan a la red de desagüe. La policía suponía que haría eso (los policías comparten con los delincuentes las manera de pensar y sobre todo, de imaginar) y lo esperaban en el otro extremo. Como en un ejercicio de la teoría de juegos, el Chapo sabía que la policía sabía y sale a la superficie a mitad de camino, por una alcantarilla, quitándole la camioneta a un transeúnte a punta de pistola y protagonizando un intento de fuga que culminará con su detención, en el mejor estilo hollywoodiense. El Chapo pensaba hacer una película, seguramente imitando las vidas de mafiosos y asesinos que tanto gustan en el cine contemporáneo y terminó sin darse cuenta (¿será que no se dio cuenta?) escribiendo un guión sobre la marcha, un guión que ha sido parcialmente registrado por los medios de comunicación y que, de hacerse la película que tanto quería y que lo llevó, por ahora, a la perdición, suponemos usará este «footage» para acentuar su «realismo».

El Chapo representa de manera muy significativa uno de los aspectos imaginarios centrales del fenómeno narco: su carácter de fantasía cinematográfica, en sus imágenes, en las acciones, en las palabras y en la ideas de sus protagonistas. Sobornos al mas alto nivel, fugas con túneles subterráneos, uso de alta tecnología y sobre todo violencia infernal, inimaginable, «de película». La vida del Chapo se parece a una película de Brian de Palma o de Tarantino, las reseñas de la prensa parecen reseñas de películas y las opiniones de los agentes de la policía y los análisis de los periodistas son indistinguibles de las conversaciones de la farándula. Esta relación estrecha entre la imaginación criminal, pero también policial y periodística, y el cine, no es un mero accidente. Hay algo en el mundo contemporáneo que hace que la «realidad» y el cine se parezcan y se influyan de una manera más compleja que lo que que los lugares comunes de las teorías cinematográficas suponen.

El hecho de que sea nada menos que Sean Penn quien le hiciera al Chapo la ahora célebre entrevista para ese emblema mundial de la farándula «inteligente», como es la revista Rolling Stone, una entrevista en la clandestinidad más extrema, en el mismo momento en el que diez mil marinos, fuerzas especiales y policías peinaban el territorio de México, buscándolo como «palito de romero» debe ser visto con cautela, incluso con suspicacia. ¿Se trata del atrevimiento de un productor de cine audaz que busca una historia de «gran contenido humano» (lo que quiera que la frase signifique en la mentalidad del espectáculo)? ¿Será tal vez una excelente oportunidad para que un gran actor y un director un poco menos grande gane mucha fama, dinero y premios con una primicia tan escandalosa? ¿Será, me pregunto, que solo un protagonista de los mundo del espectáculo tenía el interés y el talento para hacer brillar una historia de esta naturaleza? Mi hipótesis es más simple: Sean Penn y Hollywood son la otra cara del Chapo y del narcotráfico. No hablo de complicidades explícitas ni mucho menos de teorías conspiracionales, sino del hecho constatable de que los esquemas imaginarios de ambos mundos son comunes porque, de hecho, se han formado y determinado el uno al otro.

La imaginación es una potencia humana fundamental y la materia prima de las creaciones sociales e históricas. Hacer un esfuerzo por entender sus configuraciones y dilucidar su dinámica debe ser una de las tareas centrales del pensamiento humano si no no queremos que se limite a repetir mecánicamente y por lo tanto, a dejar de ser pensamiento.

Pasajero, de Néstor Mendoza

the-bus-David Park

La poesía existe de dos maneras: es intensa, conmueve, te atraviesa los ojos y algo de ella, aveces solo una palabra, pocas veces un verso, rara vez un poema completo, se te queda adherido. O pasa volando y se olvida, es leve y blanda, repite cosas ya dichas que nada agregan y entonces la repetición quita y disminuye. Estas dos maneras no están necesariamente vinculadas con la calidad. Son más bien como los sabores que se quedan en la boca después de la lectura, independientemente de los méritos literarios o los hallazgos temáticos que encontremos.  Pareciera que, en este sentido, la poesía no conoce el término medio: la recuerdas, con o sin tu consentimiento, o la olvidas, a veces piadosamente, sea buena o mala, técnicamente superior o mediocre, novísima o la quinta encarnación de un lugar común.

Es infrecuente entonces que me preocupe por un nuevo poemario, que lo relea o lo cite, como me sucede con Pasajero, del joven escritor Néstor Mendoza *, que me obsequió su autor hace casi un mes y que hoy releo con placer y lápiz en mano, ratificando con el subrayado mis primeros descubrimientos y agregando otros que la tranquilidad del día me permite.

Un poeta que celebra el amor y la belleza de su esposa, que describe y analiza el mundo de lo cotidiano y que se atreve al aforismo (que entre nosotros se llama refrán), en una época de imitaciones serviles y descubrimientos del agua tibia, se gana inmediatamente mi respeto y me recuerda que la poesía es muchas cosas y entre ellas, la encarnación más noble de la palabra. Pasajero tiene mucho de lo íntimo y de lo que parece (pero no es) prescindible y también un poco (¿un poco?) de lo trascendente; es, sin embargo, el uso preciso de un espacio intermedio entre estos extremos, con un lenguaje perfilado y austero, su mayor mérito, como lo propone el epígrafe de Montejo: No ser nunca quien parte ni quien vuelve / sino algo entre los dos, / algo en el medio y lo ratifica uno de sus versos: Es suficiente la transición / sin pausa del rojo al verde...

En este terreno intermedio pasan los cuerpos de las mujeres, cuya belleza y sensualidad se hacen visibles y deseables sin que se las nombre directamente; se explicita lo que a primera vista no se ve ni sospecha, como los sudores y el dolor, o no se mira por falta de costumbre, como los dedos y las uñas; también las muchas huellas y partes del cuerpo, como ese de la adolescente que podemos imaginar demorándose en horas de contemplación en el espejo o esa forma reducida del cuerpo que es la calavera: Lo que alguna vez fue garganta, ahora es un / pequeño nido que esconde / varios pichones / aunque siempre tengo hambre, nunca me los / tragaría. Solo dejo que estén allí, / recibiendo / lombrices y el calor de otras plumas.

Creo que fue Borges que una vez dijo que un poema dice la verdad cuando comprobamos que lo que dice no pudo haber sido inventado. El poema que da titulo al libro es una descripción exacta, delicada y precisa de esta experiencia común como lo es viajar en «carrito», esa forma tan peculiar de nuestro sistema de transporte colectivo: Admiro a las personas que duermen / en el autobús, ofrendan el sueño y no lo saben // La mujer que anticipa su parada / se desplaza ente tantos, / rozan su cuerpo y nadie dice. La imagen se completa más adelante, en El lujo del sol: Por más que el paseante acomode / su cuerpo en el transporte, / a la izquierda o a la derecha, siempre / la luz lo cubre entero.

Señalar referencias o ecos de otros poemas (eso que llaman, con pedantería, la intertextualidad) no me agrada, porque es una de las formas de la reiteración de lo obvio de la que se abusa con frecuencia, pero no puedo evitar, cuando sucede tan claramente, escuchar el eco de otras voces en una voz, como me parece escuchar aquí a Eugenio Montejo: Se sabe que los árboles son estáticos / no se mueven por sí solos. / El viento hace que sus hojas se / reanimen / y por eso escuchamos los silbidos y más allá la voz de Antonio Machado: También quisiera limar el tronco / quitar la caspa que se distribuye / en algunos puntos específicos. / Las costras me incomodan… , cosa que no sé si asombrará o molestará al autor.

Igual sucede cuando tratanos de interpretar, de poner sentidos accesorios a un poema lo que en principio va contra la esencia de la poesía (aquello que no pudiera ser dicho de otra manera a como está dicho, creo que dijo Neruda). Pero no puedo evitar leer una insinuación de solidaridad política en Hay una pequeña urna donde pretenden acumular / el exceso del paisaje incómodo, aunque el bello poema que la contiene no se agota en esta posible referencia y es un poderoso recordatorio de la realidad, del espacio que ocupa y de lo que hacemos o dejamos que hagan con ello.

¿Será un atrevimiento leer en las siguientes líneas: Hay distintas manera de picar // en partes iguales los apetitos, / que sería sencillo digerirte, / así, lentamente, sin sufrimientos, unas palabras sobre su esposa? En todo caso, esta es mi lectura, muy mía, limitada, parcial y seguramente equivocada, la que me hace gustar de este hermoso poemario y la que me lleva a recomendarlo, si tal cosa es posible.

* Pasajero, Néstor Mendoza, Dcir ediciones, junio de 2015