Estirpes condenadas

Lo recuerdo como si fuera ayer. Tenía apenas catorce años y visitaba a mi amigo “El Mato”, llamado así (mato quiere decir loco en italiano) por lo atrevido de sus apuestas, que siempre ganaba. Una vez apostó no recuerdo ya cuánto dinero, una suma considerable para un muchacho, a que se aparecía en el salón de clases en short y camiseta, lo cual hizo, para gran escándalo de profesores y autoridades y la irrevocable admiración de sus compañeros. Hablamos de lo humano y lo divino. Yo lo admiraba porque parecía haber leído todos los libros y saber todas las cosas, lo que para un adolescente es una experiencia casi obligada. Tenia dos años más que yo y para mi era casi un privilegio poder visitarlo y charlar con él. Al despedirme le pedí que me recomendara algo para leer. Se paró en una silla y rebuscó encima de su ropero; después de muchas consideraciones me dio “Cien años de soledad”. Tienes que leer esto, me dijo enfático. Seguramente dijo “tenés”; estábamos en Argentina, en los comienzos de los 70, pero la memoria traduce los acentos, los gestos y los sentimientos para hacerlos inteligibles.

Reconocí la portada: estaba en todas las librerías y -cosa insólita- en todos los quioscos de periódicos. Era un best-seller. El esnobismo de la edad me indujo a rechazarlo pero Mato me miro fijamente y entendí que no podía. El siguiente fin de semana lo pasé completamente pegado al libro, solo interrumpiendo la lectura para comer o dormir. Así comenzó un amor de toda la vida, amor que permite pasar por alto las pequeñeces del ser amado, sus actitudes equívocas, sus inconsistencias. Fue suficiente con que me regalara tantas horas de felicidad, tantas páginas inolvidables, historias y personajes, frases, maneras de ver y sentir.

Acabo de enconar en Youtube una grabación de Rapsodia en Blue, de Gershwin, con nada más y nada menos que Dudamel y Herbie Hancock, una pieza musical que siempre me hace feliz aunque me toca con una nota de tristeza, si tal cosa es posible. Escucho a Gershwin mientras escribo estas líneas y me doy cuenta de que me siento triste, que se apagó una voz absolutamente original y mágica, valga lo abusado de los adjetivos. Hace poco, hablando con mi amigo Orlando Zabaleta y recordando nuestras lecturas de juventud nos dijimos, casi al mismo tiempo, varios pasajes que habíamos memorizado con una sola lectura, entre ellos el final de la gran novela de Garcia Márquez; Orlando, que es mejor lector que yo, la recordaba con mayor exactitud. Ahora la copio de Google, maravilla técnica que me ahorra un viaje a los anaqueles donde reposa el ejemplar que leí hace mas de cuarenta años: “…donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra«.

Descansa en paz, Gabriel García Márquez.

imgres